Mauricio Rojas Hess
Recordar a Pablo Neruda en un nuevo natalicio o aniversario de su fallecimiento es una actividad innecesaria; porque su voz atemporal sabe traspasar e instalarse por las distintas instancias que la cotidianidad presenta.
Se sucede, cual padre oficial nuestro de cada día, cual escritor que ha sabido traspasar su propia identidad literaria para constituirse en el personaje mayor de la historia chilena, que puede ser reconocido desde Visviri hasta Praga.
El insigne poeta pareciese tener un pacto con el tiempo y sus esquinas. Emergiendo por todas las circunstancias y coordenadas posibles. Por todos los escenarios oficiales, medios de comunicación, ferias internacionales de libros y veredas donde transita el chileno desconocido, pero que de igual modo sabe y reconoce en Neruda a uno de sus compatriotas ilustres, espejo y orgullo de todos.
Se cifra y designa al poeta Neruda tan solo con haber leído u oído entre ecos los “20 poemas de amor y una canción desesperada”. Desde aquella latitud creemos y sentimos conocer su veta creativa y sus pasos infinitos de tanto plegarse al aire nuestro de cada día.
Entonces una de sus voces comienza a atravesar desde la escarcha trizada a esta mañana de agosto donde la ciudad reitera sus pasos, donde la superficie invernada constata el poeta infinito que no cede a las contingencias y que siempre deambula en un eterno retorno. Es Pablo Neruda, sin más; es un transeúnte de este y otros tantos tiempos.