En 1503, Leonardo Da Vinci pintó su cuadro más celebre y sin duda, una de las obras maestras del arte universal.
La Gioconda o Mona Lisa, como también es conocido este cuadro, ha suscitado las más diversas leyendas sobre la identidad de su protagonista: «Leonardo empezó a retratar a la Mona Lisa, esposa de Francesco del Giocondo; tardó cuatro años y lo dejó sin terminar…» sostiene Giogio Vasari. Esta y otras especulaciones han contribuido a crear un aura enigmática en torno a la pintura, que en sí pareciera querer alimentar por sus características formales y compositivas.
Retratada de medio cuerpo, vuelta hacia el espectador, la protagonista está sentada probablemente en lo alto de una galería, con una baranda con balaustres, detrás de la cual se extiende el paisaje de fondo. La proximidad de la figura de la Mona Lisa y la profundidad espacial del paisaje de fondo provocan en el espectador una impresión mayor a la causada por los modelos tradicionales. A la izquierda del paisaje aparece un camino ondulante y a la derecha el cause seco de un río. La línea del horizonte está deliberadamente alterada, quedando oculta la ruptura de la línea tras la cabeza de la Gioconda, logrando un efecto visual de mayor profundidad.
Entre los principales atractivos de este cuadro está su celebre sonrisa. Este gesto era frecuente en los pintores del Quattrocento al Cinquecento y se consideraba un atributo inherente al encanto femenino.
Leonardo nos muestra una minuciosa atención en los detalles: el fino velo que cubre el pelo suelto, los bordados y pliegues del vestido, los reflejos sobres las mangas y el sutil sfumato en la cara y las manos que le otorgan al cuadro un extraordinario efecto plástico.
